Aquella tarde María se dio cuenta de que algo había cambiado en ella. Pensó en su vida. En aquellos años de temprana juventud en los que pudo viajar, libre, de un sitio a otro. En los que trabajó de cualquier manera para poder comer y sobrevivir en un mundo dominado por hombres. Salió adelante.
Lo mejor de su vida han sido sus hijos, tres varones. Intentó que no les faltara de nada. Ella se encargaba de la plancha, de la comida, de que hicieran las tareas, de su higiene…crecieron…si hubiera tenido una hija, una chica entre tanto calzoncillo…hubiera compartido sus cargas como madre…o quizás podía haber enseñado a sus hijos…en fin, ya pasó…cada uno va por su lado.
Si fuera joven no volvería a casarse…eran otros tiempos.
Se había quedado soltera, en el pueblo, bajo el calor de sus padres y la mirada de las vecinas a las que les daba lástima, con veintitantos años, sin esposarse…y llegó él, tan apuesto, tan alto, tan limpio, venía de ganarse la vida en otra provincia…había superado las barreras del pueblo y ya estaba pagando un piso en la ciudad en donde trabajaba. Volvía al pueblo para casarse con ella, previa petición de mano a su padre, por supuesto. Ahora que lo piensa, no está segura de que la tratara bien, pero ella le quería, se había enamorado. Sin embargo, a veces, recuerda a aquel chico rubio que la pretendía desde jovencita. Aquel amor que se quedó en las letras de cuatro cartas.
María se ha hecho mayor. Quiere recordar para no olvidar. Pero se da cuenta de que olvida y se cabrea. Olvida sus pasos, su vida, a sus hijos…cuando no se da cuenta de que olvida, está feliz, se ve joven y canta, recita poemas de aquellos que aprendió los pocos días que pudo ir al colegio. Su siguiente lugar para vivir será una residencia, no le importa, olvidará que lo es y seguirá cantando. Algo ha cambiado, María.
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